Comienzo mi lectura de algunas de las principales novelas de aventuras con este clásico de Robert Louis Stevenson: La Isla del Tesoro.
Por fin he podido leer las aventuras y desventuras del joven Jim Hawkins, tras encontrarse con un mapa que señala la localización de un tesoro en una isla desierta. Durante toda la novela, tendrá que pasar por muchas situaciones que pondrán a prueba su coraje, destreza e ingenio. A bordo de La Hispaniola, de camino a la isla, empiezan las sorpresas para la tripulación.
Recomendada para todo el mundo, se lee muy rápido. Si en su momento comenté que Yo, Robot sentaba las bases de la robótica, esta novela nos describe perfectamente el comportamiento y saber hacer de todo buen pirata.
Os dejo el encuentro entre el joven Jim y John Silver, uno de los bucaneros más conocidos de la literatura universal.
La Isla del Tesoro
Robert Louis Stevenson
[...]
Cuando acabé de desayunar el caballero me dio una nota dirigida a John Silver, en la taberna El Catalejo, y me dijo que no tendría dificultad en encontrar el lugar: tenía que seguir por el muelle hasta llegar a una pequeña taberna con un gran catalejo de latón a modo de cartel. Eché a andar, emocionado ante la perspectiva de poder ver más barcos y marineros, y me fui abriendo camino entre una gran muchedumbre de gente y carretillas y fardos, pues el puerto estaba en su momento de máxima actividad, hasta que encontré la taberna en cuestión.
Era un lugar bastante agradable. El cartel estaba recién pintado, las ventanas tenían unas bonitas cortinas rojas y el suelo estaba barrido y cubierto de arena limpia. Se encontraba entre dos calles y tenía sendas puertas que daban a ellas, por lo que la espaciosa sala de la planta baja resultaba muy luminosa a pesar de las nubes de humo de tabaco.
Los clientes eran en su mayoría marineros y hablaban tan alto que me quedé clavado en la puerta y casi me dio miedo entrar.
Mientras me encontraba allí indeciso, salió un hombre de un cuarto lateral y, en cuanto lo vi, comprendí que aquél era John el Largo. Tenía la pierna izquierda amputada casi a la altura de la cadera y bajo el brazo izquierdo llevaba una muleta que manejaba con asombrosa destreza, saltando de un lado para otro como un pájaro. Era muy alto y fuerte y tenía la cara tan grande como un jamón, aplastada y pálida, pero de expresión inteligente y risueña. La verdad es que parecía que estaba de excelente humor y silbaba mientras iba de un lado para otro entre las mesas, dirigiendo a sus parroquianos predilectos una palabra amable o dándoles una palmadita en el hombro.
Para seros sincero he de decir que, desde que el caballera Trelawney mencionara por primera vez en su carta a John el Largo, se me había metido en la cabeza la idea de que pudiera ser el dichoso marinero cojo del que estuve tan pendiente en mi querida posada de Benbow. Pero me bastó echarle un vistazo al hombre que tenía delante. Yo había visto al capitán y al Perro Negro y al ciego Pew, y creía que era capaz de reconocer a un bucanero: alguien muy distinto, en mi opinión, de aquel tabernero aseado y cordial.
Al momento saqué fuerzas de flaqueza, crucé el umbral de la puerta y me dirigí al lugar donde estaba el hombre, apoyado en la muleta, conversando con un parroquiano.
- ¿El señor Silver, señor? -pregunté enseñando la nota.
- Soy yo, muchacho -me contestó-. A fe mía que ése es mi nombre. ¿Y tú quién eres?
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