Henning Mankell es uno de mis autores de novela negra favoritos. De su serie sobre Kurt Wallander he leído casi todos, y estoy dispuesto a leer este verano los pocos que me faltan. Uno de ellos es éste.
La Pirámide es una colección de relatos cortos que nos presenta en una especie de precuela, aunque fue publicado en noveno lugar, los primeros años como policía del Inspector Wallander. El nombre del libro se debe al último de los relatos, el más interesante y complejo, que acontece justo antes de la que fue primera novela de Wallander Asesinos sin rostro.
El siguiente pasaje pertenece al inicio del primero de los relatos.
El joven Wallander residía en un viejo edificio de Rosengård. La manzana entera vivía bajo la constante amenaza de demolición. Pero a él le gustaba, aunque Mona ya le había advertido que, si se casaban, tendrían que trasladarse a otro barrio. El apartamento de Wallander constaba de una habitación, cocina y un baño minúsculo. Era su primera vivienda propia. Había adquirido los muebles en subastas y en distintos establecimientos de muebles usados. Fotografías con motivos florales o con islas paradisíacas adornaban las paredes y, puesto que su padre iba a verlo de vez en cuando, se había visto obligado a colgar también uno de sus paisajes sobre el sofá: uno sin urogallo.
Pero el elemento más importante de su hogar era el tocadiscos. Los pocos discos que tenía eran, principalmente, de ópera. Cuando recibía la visita de sus colegas, éstos solían preguntarle cómo podía escuchar aquello... De ahí que hubiese adquirido algunos discos con otro tipo de música, para ponerlos cuando tuviese invitados. Por alguna razón que a él se le ocultaba, los policías parecían ser entusiastas de Roy Orbison.
Poco después de la una, tras el almuerzo, se tomó un café y adecentó el apartamento lo mejor que pudo mientras escuchaba a Jussi Björling. Era su primer disco y estaba tan rayado que era difícil poder escucharlo bien. Y, sin embargo, solía pensar que, si se declarase un incendio en el edificio, sería lo primero que se apresurase a salvar.
Acababa de poner el disco por segunda vez cuando se oyeron unos violentos golpes en el techo que lo movieron a bajar el volumen. En aquella casa se oía todo. En el piso de arriba vivía una mujer jubilada, Linnea Almqvist, que había regentado una floristería. Cuando la mujer consideraba que su música sonaba demasiado alto, daba golpes en el suelo para que él, obediente, bajase el volumen. La ventana estaba abierta, la cortina que Mona había colgado se mecía al suave vaivén de la brisa y él se tumbó en la cama, relajado. Se sentía cansado e indolente. Tenía derecho a tomarse un descanso. Empezó a hojear un número de la revista Lektyr, que solía ocultar cuando Mona iba a visitarlo, pero no tardó en dejarla caer en el suelo, vencido por el agotamiento.
Lo arrancó del sueño un alarmante estrépito cuyo origen no fue capaz de precisar. Se levantó y fue a la cocina para ver si alguno de los enseres que allí tenía había caído al suelo, pero todo estaba en orden. Volvió entonces al dormitorio y miró por la ventana. El jardín que quedaba flanqueado por los edificios colindantes aparecía desierto. Un chándal de color azul pendía solitario de un tendedero y se agitaba, despacioso, al soplo de la brisa. Wallander volvió a tumbarse en la cama. Cuando despertó, fue para emerger de una ensoñación en la que aparecía la joven de la cafetería. Pero todo había sido impenetrable y caótico en aquel sueño.
Se incorporó de nuevo y comprobó en el reloj que eran las cuatro menos cuarto. Había estado durmiendo durante más de dos horas. Se sentó ante la mesa de la cocina y escribió la lista de la compra. Mona le había prometido comprar algo de bebida en Copenhague. Se guardó el papel en el bolsillo, se puso la cazadora, salió y cerró la puerta tras de sí.
Pero, entonces, se detuvo un momento en la semipenumbra, pues se percató de que la puerta de su vecino estaba entreabierta. Aquello era bastante extraño, dado que el hombre que vivía en el apartamento contiguo era muy reservado y había hecho instalar una cerradura adicional hacía apenas un mes. Wallander consideró la posibilidad de marcharse pero, finalmente, decidió llamar a la puerta. El inquilino vivía solo en aquel apartamento; se llamaba Artur Hålén y era marino jubilado. Cuando Wallander se mudó, él ya habitaba allí. Solían saludarse y, de vez en cuando, si se encontraban por la escalera, intercambiaban unas frases banales, pero eso era todo. El joven Wallander había observado que Hålén jamás recibía una visita. Por las mañanas, el hombre escuchaba la radio; por las tardes, veía la televisión; pero, a las diez de la noche, no se oía ya el menor ruido en su apartamento. A Wallander se le había ocurrido pensar en alguna ocasión qué pensaría aquel hombre de las visitas femeninas que él recibía; y, en especial, cómo percibiría los sugerentes ruidos nocturnos. Sin embargo, y como era lógico, jamás se le había ocurrido preguntarle.
El joven agente llamó, pues, a la puerta una vez más, pero tampoco en esta ocasión recibió respuesta. Entonces la abrió y lo llamó en voz alta, sin obtener más respuesta que un profundo silencio. Accedió, vacilante, al vestíbulo, que despedía un denso olor a hombre mayor, a lugar cerrado. Una vez dentro, volvió a llamar.
«Ha debido de olvidarse de cerrar con llave al salir», concluyó Wallander. «Después de todo, el hombre tiene más de setenta años y es normal que ande despistado.»
Echó una ojeada a la cocina. Junto a una taza de café que había sobre el hule de la mesa, halló una quiniela arrugada. Después, apartó la cortina que separaba aquella dependencia de la habitación contigua y... un grito se escapó de su garganta. En efecto, Hålén yacía en el suelo, la blanca camisa empapada en sangre. Junto a la mano había un revólver.
[...]Los relatos siguen la línea de las anteriores novelas de Wallander, con la gracia esta vez de descubrir cómo se forjó el inspector. Aunque sin demasiado detalle, descubriremos como pasó de policía uniformado que patrullaba las calles de Malmö al departamento de Homicidios y posteriormente su traslado a Ystad. Del mismo modo, veremos brevemente el nacimiento de su relación con Mona, y cómo (y por qué) se va convirtiendo en esposa y finalmente ex-esposa.
En general no ofrece mucho detalle y estos relatos podrían ser posteriores con ligeros cambios. La situación en los momentos previos al resto de novelas se nota principalmente en la ingenuidad (de más a menos) del Inspector Wallander y la relevancia de los personajes que le rodean. A este respecto, eché mucho en falta más interacción entre Wallander y Rydberg, su mentor al que constantemente referencia en sus posteriores casos.
En definitiva, una gran opción para amantes de la novela negra y un buen comienzo para aquellos que quieran iniciarse.