Luiyología

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LuisGC

4-Minute Read

Gravure tirée du roman de Jules Verne Vingt Mille Lieues sous les mers

Acabo de terminar lo poco que me quedaba de una de las obras más populares de Julio Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino.

El principio me encantó, así como partes del final, pero reconozco que la parte central del libro me aburrió enormemente, con pocas excepciones. Quizá si lo hubiera leído en otro momento con menos sensación de pérdida de tiempo...

Las primeras dos páginas referentes a las distintas especies animales que veían los protagonistas desde el Nautilus eran correctas, a partir del milésimo párrafo clasificando por completo la flora y fauna marina pierde todo su interés.

En algunos casos esos párrafos partían por la mitad las tramas. Vamos a ver, señor Verne, está usted bien documentado, no es necesario demostrarlo cada diez páginas.

De cualquier modo, libro recomendable y muy interesante. Magníficos los personajes, tanto el Capitán Nemo, como el oceanógrafo Aronnax o el arponero Ned Land. Sin olvidar al propio Nautilus, que acapara el protagonismo en varias fases del libro.

Otra vez Verne lanza preguntas al aire, ¿sería posible todo esto en el siglo pasado? ¿lo es ahora? Probablemente sí. Lo que parece igual de probable es que los fondos marinos ya no cuenten con las riquezas que el Capitán Nemo mostró a sus invitados.

No he tenido dudas acerca del pasaje de esta novela que debía mostraros.

Veinte mil leguas de viaje submarino
Julio Verne

[...]Habíamos llegado a una primera meseta donde otras sorpresas me esperaban aún. Allí se dibujaban pintorescas ruinas, que revelaban la mano humana y no sólo la divina. Eran amplios amontonamientos de piedras en donde se distinguían vagas formas de castillos, templos revestidos de un mundo de zoófitos en flores, y a los cuales, en lugar de lianas, las algas y los fucos formaban un espeso manto vegetal.

Pero ¿qué era, pues, esa porción del globo hundida por los cataclismos?... ¿Quién había dispuesto estas rocas y estas piedras como dólmenes de los tiempos prehistóricos?... ¿En dónde me hallaba, adónde me había arrastrado la fantasía del capitán Nemo?

Hubiera querido interrogarle. Al no poderlo hacer, le paré. Le agarré del brazo. Pero él, moviendo la cabeza y señalándome el último pico de la montaña, pareció decirme «¡Adelante! ¡Adelante todavía! ¡Adelante siempre!»

Le seguí en un último impulso y, en pocos minutos, tuvimos escalado el pico, que dominaba en una docena de metros toda aquella masa rocosa.

Miré ese lado que acabábamos de flanquear. La montaña no se elevaba sino 26 o 28 metros por encima de la planicie; pero, desde su vertiente opuesta, dominaba desde una altura doble el fondo en declive de esta porción del Atlántico. Mis miradas se extendieron a lo lejos y abrazaron un amplísimo espacio iluminado por una fulguración violenta. En efecto, era un volcán esa montaña. A 15 metros por debajo del pico, en medio de una lluvia de piedras y escorias, un ancho cráter vomitaba torrentes de lava, que se dispersaban en cascadas de fuego en el seno de la masa líquida. Así colocado, este volcán, como una inmensa antorcha, iluminaba la pradera inferior hasta los últimos límites del horizonte.

Dije que el cráter submarino arrojaba lava, pero no llamas. A éstas les es preciso el oxígeno del aire, y no sabrían desenvolverse bajo las aguas, pero torrentes de lava, que tienen en ellas el principio de su incandescencia, podían producirse al rojo blanco, luchar victoriosamente contra el elemento líquido y evaporarse a su contacto. Rápidas corrientes arrastraban ese gas en difusión, y los torrentes lávicos se deslizaban hasta la base de la montaña como las deyecciones del Vesubio sobre otra Torre del Greco.

En efecto, allí, bajo mis ojos, arruinada, abismada, echada por tierra, aparecía una ciudad destruida, con los tejados hundidos, sus templos caídos, sus arcos dislocados, sus columnas yaciendo por tierra, en la que se notaban aún las sólidas proporciones de una especie de arquitectura toscana; más lejos, algunos restos de un gigantesco acueducto; aquí, la bóveda ensamblada de una acrópolis, con las formas flotantes de un Partenón; allí, vestigios de muelles, como si algún puerto antiguo hubiese acogido en otros tiempos, sobre los bordes de un océano desaparecido, los buques mercantes y los triremes de guerra; más lejos aún, largas filas de murallas derrumbadas, amplias calles desiertas, toda una Pompeya hundida bajo las aguas, que el capitán Nemo resucitaba ante mis ojos.

¿Dónde estaba?... ¿Dónde estaba? Yo quería saberlo a toda costa; yo quería hablar, yo quería arrancar la esfera de cobre que aprisionaba mi cabeza.

Pero el capitán Nemo se acercó a mí y me detuvo con un ademán. Luego, recogiendo un trozo de piedra gredosa avanzó hacia una roca de basalto y trazó esta única palabra:

ATLÁNTIDA
[...]

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